Celebrar de nuevo la Navidad

Celebrar una vez más la Navidad, la misma que, junto al pesebre, los villancicos y el árbol decembrino, conforman un tiempo de bondades, de perdones y de caridades, como bien lo escribiera Charles Dickens, en su legendario relato “Cuento de Navidad”. La Navidad es el culmen de una anunciación: el mensaje por fin llega. Navidad es el tiempo en el que podemos ver de cerca lo esperado, lo anhelado, aquello que nos fue prometido. Navidad es un tiempo en el que otro ser se nos da como regalo, se nos brinda, se nos ofrece. Y Jesús de Nazaret, el anunciado, no es sino la alegoría de quien desea ofrecerse como dádiva. Navidad: culmen de la promesa, época en que el mensaje y el mensajero se confunden.

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Navidad: tiempo en el que se juntan el ritmo del corazón y el latido del canto. A todos se quiere alabar en diciembre: al niño callejero, al otro que no tiene techo, al que no tiene camisón; y también se quiere alabar al preso, al torturado, al enfermo, a los hombres y mujeres que sufren. Todos los hombres se tornan hermanos desde el canto. La canción iguala. Si hay una consigna navideña, si hay una propuesta, una aspiración es aquella de “quiero cantarte mi amigo, quiero hacerte hermano desde la sangre de una canción”. Navidad: música que reúne al afortunado con el nacido en el desamparo; ritmo que aglutina lo más humano con lo más divino. Dios se hace hombre y el hombre se hace más humano. Navidad: encarnación y alabanza.

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Pastores, niños, hijos. Navidad: momento epifánico, época de nacimientos. El capullo se hace flor y empieza a despuntar. Y si es un tiempo dedicado a la niñez, la Navidad, por lo mismo, es un canto a la vida. La vida que renace, que persiste, la vida que triunfa sobre la muerte. La Navidad podría sintetizarse en la figura simbólica del gallo, del que anuncia con su canto el renacer de la mañana. El canto del gallo triunfa sobre la noche, hace despertar a los dormidos. El gallo, emblema de la vigilancia y la actividad; emblema de Cristo: luz y resurrección. Navidad, misa de gallo, así hemos continuado llamando a esta vieja tradición que desde el siglo V se celebraba en Roma. Navidad, canto del gallo: salida del sol, triunfo de la vida. Navidad: la noche del dolor se acuesta, el sol de la alegría se levanta.

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Y esta época de Navidad nos hace volver los ojos, desde luego, sobre los otros; nos torna más atentos a la presencia de cada vecino, de cada compañero de trabajo. El tiempo de Navidad es una invitación a ampliar nuestro círculo de conocidos, a extender nuestra familia. Los demás dejan de ser esa gran mole que observamos a distancia, con miedo o sospecha, con indiferencia a contaminarnos de sus problemas; dejan de pertenecer a una gran masa anónima, y se convierten en personas con rostro propio. El desconocido se torna amigo. Prójimo, otredad, rostros. Navidad: un abrazo, dos manos que se estrechan, un beso, un encuentro de almas. Navidad: no un yo, ni un él, sino un nosotros.

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La Navidad nos señala, como si fuera otra estrella, un rumbo, un camino: tenemos que ir tras la familia, la gran familia. Los portales claman desde un fuego tutelar. Allá, en la distancia, el abuelo ansioso –esa otra figura tan especial en estas fechas– espera a sus nietos. En Navidad, todos nos volvemos como Reyes magos, nos tornamos en visitantes y cada uno lleva un regalo, un presente. Aunque la verdadera magia reside en la visita. Diciembre, mes de romería en busca de los más amados. Navidad: invitación al viaje, esa otra forma de aventura. Del campo a la ciudad, de la ciudad al campo; del oriente al occidente; del norte al sur. Navidad: trastoque de nuestra rutinaria geografía: ansiedad de la sorpresa. Renovación del tiempo.

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Las fiestas de Navidad no pueden separarse de la fiesta de Año viejo. Sabemos que a la par del nacimiento va su contrario. El fruto que brota desaloja su cáscara. Y este ciclo de la vida nos coloca en la pregunta por tantas cosas que acaecen en nuestro mundo. Por la estación intimidante en que vivimos, por las guerras ininterrumpidas, por la atmósfera malsana de la indiferencia social. Toda esa muerte que nos circunda contrasta aún más en Navidad porque, casi siempre, la felicidad y la paz que pregonamos se ven asaltadas u obstruidas por los infinitos Herodes de nuestro tiempo. Y dónde dejar la injusticia rampante, dónde la pobreza extrema que ya no basta con denunciarla. ¿Dónde?, ¿cómo? Quizá cada uno de estos interrogantes nos lanza a emprender alguna acción reparadora, a activar nuestro espíritu para no desesperanzarnos pasivamente, sino a asumir una cuota de compromiso. A implicarnos más con el mundo en que vivimos, para entregarnos aquí y ahora por alguien o por algo. Navidad: exigencia profunda para todos los que aspiramos una verdadera paz. No la paz ilusoria, sino aquella otra, la más necesaria, la de la humana convivencia. La paz que, como otro pan, debemos conquistar cada día, un trabajo cívico de todos los ciudadanos. De hombres y mujeres que construyen con ahínco el tejido diverso de lograr vivir juntos.

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Navidad, época de alumbrados, de velas encendidas y abundante luz. Cada hogar o ciudad exhibe sus luces, los hace titilar en sus ventanas o en los parques. La luz navideña es símbolo de esperanza, de felicidad, de renovación de la vida. Las oscuridades que nos rondan, las tinieblas agobiantes desaparecen ante el brillo multicolor y el resplandor de las luminarias. Navidad es el tiempo para encender las ilusiones apagadas, para renovar el fuego de la fraternidad, para avivar los vínculos humanos. Y, por supuesto, es una época adecuada para permitirnos acoger el resplandor íntimo de la espiritualidad, ese fulgor que tanta falta nos hace en estos tiempos de insensibilidad y codicioso materialismo. Navidad: invitación festiva a dejar que brille con intensidad la luz de nuestros corazones.

Aislarse en el desierto para enfrentar las pruebas al espíritu

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«Cristo en el desierto» de Iván Kramskoi.

Absorto, abstraído del mundo. Enclaustrado en sus pensamientos, en un fluir de conciencia que va más allá de la simple reflexión. La mirada, aunque parece concentrarse en las piedras, en realidad no está fija en ningún objeto en particular. Es un rostro circunspecto, impasible, duro como las rocas que lo circundan. Mantiene las manos entrelazadas, en un gesto de fuerza contenida o de oración; esas manos refuerzan su actitud ensimismada, profundamente alejado de las personas y las circunstancias. Se trata de un hombre que, después de caminar a pie limpio largos días por el desierto, se ha sentado a meditar sobre su vida, sobre su pasado, pero especialmente sobre su futuro.

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Las piedras a su alrededor son los testigos mudos de sus cavilaciones. Este paisaje árido, desértico, contribuye a hacer más fuerte el aislamiento, la infinita soledad. No hay un árbol, ni un pájaro, ni una lagartija que pueble aquel ambiente desolado. La piedra caliza del erial hace las veces de un espejo que refracta sus meditaciones. He aquí un hombre mayor enfrentado al examen profundo de su destino.

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Es el inicio del amanecer, se nota que el sol hasta ahora está despuntando. La luz emerge por atrás del personaje, pero sin sorprenderlo o hacerle alterar sus preocupaciones.  Por lo visto, este caminante ha estado en esa posición toda la noche, velando sus pensamientos, ocupado en sus dilemas más íntimos o en alguna decisión que aún no logra delinear dentro del mapa de su existencia. Este es un hombre de meditación doliente, símbolo de todos aquellos que, en algún momento de su vida, tuvieron que enfrentar solos un conflicto esencial, y asumieron con temple de corazón el abatimiento de su espíritu.

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El desierto siempre ha sido prueba y confrontación, inmensidad que nos obliga a revisar nuestra finitud. La extensión de lo árido nos vuelca hacia las limitaciones de lo íntimo. Las preguntas emergen cuando el silencio nos sobrecoge: ¿Por qué a mí me suceden estas cosas?, ¿qué decisión tomé equivocadamente en el ayer y produjo estas nefastas consecuencias en el presente?, ¿habrá otra alternativa que no me sea tan dolorosa o evite el dolor en otro ser?, ¿puedo ser dueño cabalmente de las riendas de mi existencia?, ¿es este el fin de una etapa de mi vida? Los ambientes externos secos e infecundos, la suprema desolación, nos permiten observarnos hacia adentro: ¿basta con ser buenos para conseguir ser amados?, ¿se puede ser totalmente libres sin que otros sufran?, ¿tengo el alma dispuesta para hospedar sin temor lo inesperado? El realismo de la imagen es contundente: este es el retrato de un hombre asaeteado por cuestionamientos que ponen en vilo su existencia.

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La cabeza está ligeramente inclinada hacia adelante, fruto del lastre invisible que carga sobre sus hombres. Es un fardo secreto que lleva a cuestas o que soporta con una resignada pesadumbre. La lucha con ese peso inmaterial es interna: no hay en él manifestaciones exteriores de desesperación o expresiones de desespero. Aunque padece una honda angustia, se mantiene impertérrito, en reposada contención de su ser. Este lienzo sobrecogedor representa a todos aquellos hombres que, calladamente y por un largo tiempo, sobrellevan sobre sus espaldas un problema personal de descomunales proporciones.

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El relato bíblico refiere que en un ambiente como estos, estéril y desolado, ocurrió la tentación de Satanás: el adversario interior de la negación absoluta. Jesús se apartó al desierto para ponerse a prueba, para examinarse: necesitaba esta cuarentena de ayuno y soledad para exorcizar sus miedos, para afirmarse en su opción de vida, para caldear su voluntad. La tentación se le manifestaba a manera de incógnitas: ¿podría seguir adelante privándose de algo o de alguien?; ¿estaba preparado para enfrentar la muerte de su pasado?; ¿tenía cabida en sus convicciones la acechante incertidumbre? El cuadro ilustra la situación en que un hombre se aleja al desierto a enfrentar sus tentaciones; muestra el necesario paso por la suprema soledad que lleva al recogimiento silencioso y, mediante ese trance, alcanzar la conversión de su espíritu.

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El gesto de la cara, la postura del cuerpo, todo ello son indicios del sumo recogimiento. Apartado de la gente, aislado de cualquier tipo de distracción, el hombre está retraído, reuniendo dentro de sí lo que estaba disperso o lo que no le permitía entablar un diálogo con su esencia. Este retiro le posibilita meditar, es decir, poner al unísono su alma y su cuerpo para sopesar el valor de las posesiones y de las opciones, para aquilatar el sentido de su existencia. Y para no perder tal estado concentrado del espíritu –lo sabemos al volver a mirar sus manos entrelazadas– está en silencio orando o en un dedicado ruego por un apoyo trascendente. El recogimiento es tan profundo que lo ha puesto en actitud contemplativa: apaciguada la exaltación de los sentidos y resguardado por la silente aridez del entorno puede, entonces, ir más allá de las apariencias y esclarecer el motivo de sus tormentos. El recogimiento supone un esfuerzo de la voluntad para escucharnos, evitar la disipación e interiorizar nuestras cruciales decisiones.

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El óleo del ruso Iván Kramskoi nos ofrece varias lecciones de vida: la resistencia de la piedra que ilustra a nuestro corazón sobre la manera de aceptar lo inevitable; la búsqueda de silencio como invitación a concentrarse y a apaciguar las pasiones; la necesidad de soledad que conduce al pensamiento a una actitud introspectiva; la condición indispensable del aislamiento para disponer el espíritu hacia un estado contemplativo. La obra Cristo en el desierto nos interpela porque muestra de cualquier ser humano, sometido a la opresión de un trance irreversible o una crisis inesperada, cómo soporta con entereza los debates internos de su alma.

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Entrar y padecer la cuarentena en el desierto nos permite sobrepasar algunos hundimientos existenciales o esclarecer indeterminaciones que nos provocan desasosiego; recogerse en la soledad de lo árido nos ayuda a reencontrarnos, a darle temple a la voluntad, y, sobre todo, a reconstruir nuestro corazón cuando está fracturado o hecho pedazos.

De la cizaña y sus pregoneros

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«Crispin y Scapin» de Honoré Daumier.

Un amigo me hizo llegar uno de esos mensajes que circulan por internet con una frase que me puso a pensar sobre la cizaña. El texto de la corta frase dice así: “La cizaña es peligrosa: te hace odiar a quien nunca te hizo daño y confiar en quien te envenena”. Tomando como referente esta breve comunicación podemos en esta ocasión ahondar en las particularidades y alcances de la cizaña.

Lo primero que reflexioné fue en el poder de seducción del cizañero para ganarse la confianza de quien pone en la mira de sus comentarios o consejos; a veces, utilizando la zalamería emocional o creando en la otra persona la idea de que todo lo que va escuchar es por su bien o para “ayudarle” a salir de un problema o una situación de crisis. El cizañero o cizañera saben muy bien disfrazar sus palabras de lobo como expresiones de oveja; en eso consiste la médula de su maldad: hacer pasar la hierba mala como si fuera verdosa espiga de trigo. Y el interlocutor cede, llenándose de motivos o razones ajenas que, poco a poco, parecen propias, aunque en el fondo no son otra cosa que concitaciones venenosas. Con tal de lograr la duda, la desconfianza o el recelo por alguien, el cizañero logra su cometido. Lo que venga después, lo que desencadenen sus consejas, el sufrimiento que produzcan, pasan a un segundo plano, amparado en la licencia de una presunta complicidad o una falsa camaradería.

Sembrar cizaña parece ser en nuestra época una práctica personal y un estilo de interrelacionarnos. Es el modo habitual como las redes sociales proceden a diario. Más que buscar aclarar determinado asunto u ofrecer otros puntos de análisis para resolver un problema, lo que hacen es azuzar el odio contra alguien, despertar viejos resquemores o, lo que resulta más contraproducente para la vida en comunidad, emponzoñan el corazón contra los que piensan diferente o son de otra frontera ideológica. Para ello ponen a circular rumores infundados, crean daños inexistentes, multiplican el sectarismo y, con un lenguaje desobligante, hostigan la indignidad y la ojeriza contra el vecino. Es propio del tono emotivo e inmediatista de las redes sociales reverberar la cizaña y estropear la concordia: de otra manera se perderían el afán guerrerista y no lograrían multiplicar los ansiados “me gusta” de los seguidores. El asunto se complica aún más cuando sabemos de la adicción de las personas por este medio de información y de su poder para encender negativamente los ánimos o manipular la opinión pública.

Algo semejante ocurre con los medios masivos de información, en particular la radio. Un buen número de periodistas, especialmente los que asumen cierto tono de jueces inapelables, abandonan su labor de ofrecer puntos de vista diferentes sobre un hecho o acontecimiento, para provocar a la audiencia, espolear su aversión por alguien o perorar asuntos con una descarada parcialidad que por momentos ya no son noticias relevantes sino diatribas incendiarias. Este periodismo cizañero acompaña a los oyentes desde las primeras horas del día hasta que el final de la noche. Se lo conoce por ser repetitivo, por “escoger” tendenciosamente sus fuentes, y por actuar siempre amparados en la consigna de que la gente necesita estar bien informada, aunque una vez sembrada o divulgada la cizaña optan por “tirar la piedra y esconder la mano”. Algo queda en el público de este periodismo fraguado contra “un otro”, de este periodismo que sabe muy bien resaltar lo negativo del opositor y ocultar o minimizar los yerros del simpatizante. Los actuales medios masivos de información inciden de amplia manera en el clima de zozobra de nuestra sociedad, favorecen la avalancha de agresión sobre la necesaria convivencia; incitan y promueven, en su modo de presentar las noticias, una realidad de opuestos irreconciliables, de polarización sin atenuantes y de pérdida de esperanza.

Pero la cizaña también se siembra en los ambientes familiares. A veces por envidia, por ambiciones económicas o por “chismes” que de tanto repetirlos comienzan a parecer verdades. En este caso, la cizaña se propaga soterradamente entre familiares, se torna en un murmullo que corroe los lazos de la fraternidad e indispone –hasta la ruptura o el total alejamiento– a quienes participan de un mismo origen, de una misma crianza. Este tipo de cizaña se exacerba cuando uno de los miembros de la familia goza de mejor fortuna o logra sobresalir en algún aspecto; cobra más fuerza cuando se suman los intereses o la codicia de la familia extendida; se propaga en el tiempo heredando las hostilidades de los padres a sus hijos. Tan nociva es la cizaña en la familia que logra convertir en enemigos a quienes deberían ser nuestro primer círculo de apoyo; tan hondas heridas causa que llega a provocar rencores, resentimientos o retaliaciones silenciosamente esperadas.

Y ni qué decir de la cizaña que dejamos entrar en el terreno sensible del mundo afectivo, específicamente en las relaciones de pareja. Si abrimos de par en par nuestra interioridad al cizañero, si le contamos nuestras cuitas, con toda seguridad él sabrá multiplicar las dudas, los temores o, por lo menos, acentuar los defectos de nuestra pareja. La cizaña se nutre de eso: de sacar provecho de nuestra infelicidad o de nuestras debilidades amorosas, de agrietar aún más lo que apenas es una fisura, un altibajo emocional o una desavenencia pasajera. La cizaña absolutiza un hecho, por pequeño que sea, ahonda en la desmemoria de lo vivido con alguien y propugna por entronizar en el centro de nuestra alma el desprecio, la altivez o la indiferencia. Tratándose de asuntos del corazón, la cizaña ansía enemistarnos con quien hemos amado o trastocar el cuidado por otro ser en una relación de malquerencia.

A sabiendas del daño moral, psicológico, afectivo o para la sana convivencia, deberíamos estar más atentos a esto de propagar cizaña –basta saber guardar silencio y no entrometernos donde no nos llaman– o dejar llenar nuestro espíritu y nuestra mente de animadversiones gratuitas. Es inevitable que la cizaña crezca en nuestra a vida social, pero de nosotros depende desyerbar esas malas hierbas que, camufladas en buenas intenciones, lo que en verdad hacen es agudizar nuestros temores, opacar nuestro buen juicio y llenarnos de una rabia infinita y sin sentido. Necesitamos el suficiente discernimiento para no creer en todo lo que nos murmuran o entregar nuestra voluntad a quienes nos incitan a la animosidad, el rencor o la antipatía, justo con quienes convivimos o compartimos una vida comunitaria. La mesura, la sensatez y cierto espíritu de sospecha sobre tales personas contribuyen a que el cedazo del tiempo nos ayude a separar –tal como en la parábola bíblica– el buen grano de las perjudiciales plantas venenosas. Mantenernos atentos y prudentes, escardando los comentarios malintencionados, es un modo de proteger el corazón de las irritaciones de la tóxica cizaña.

Pensar en «un otro»

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Ilustración de Owen Gent.

Pienso que la madurez moral de una persona comienza, realmente, cuando empieza a desplazar su circunscrito yo hasta esa frontera donde comienza un otro. Albergar las necesidades o los quebrantos emocionales de otra persona y actuar de acuerdo a ello, supone un esfuerzo interior mediante el cual se deja de orbitar en función de los propios deseos y se comienza a gravitar sobre las demandas de la alteridad. Y si digo que significa un esfuerzo es porque implica sujetar las riendas de nuestro egoísmo y cierta complacencia narcisista muy parecida a la indiferencia.

Cabe formular algunas preguntas que nos permitan autoevaluarnos en esta conciencia del otro: ¿nos preocupa, en serio, lo que nuestros progenitores requieren, y más si ya tienen una edad avanzada?; ¿en la lista de nuestras tareas cotidianas, hay algún ítem relacionado con atender a determinado amigo enfermo, en situación de crisis económica o que está francamente atravesando un estado depresivo o de soledad?; ¿pensamos en las fragilidades de nuestra pareja y en cómo colaborarle para hacerlas menos angustiosas?; ¿nos preocupa el bienestar del vecino o, por lo menos, estamos atentos para mostrar nuestra solidaridad cuando necesita apoyo?; ¿nos mostramos dispuestos para prodigar un abrazo u ofrecer nuestra presencia en situaciones de duelo, pérdida o situaciones de sumo padecimiento?; ¿podemos disponer una parte de nuestro dinero para buscar algún detalle, alimento o evento que le produzca un genuino y esperanzado momento de alegría a otra persona?; ¿somos perceptivos y nos interpela el sufrimiento ajeno?; ¿dentro de nuestro proyecto de vida cabe o tiene fuerza de imperativo moral el servir a los demás?

Seguramente, si examinamos nuestros actos sin engañarnos o justificarnos, descubriremos que en muchos casos esos otros apenas nos incumben o si nos parecen relevantes ha sido sólo cuando sirvieron a nuestros intereses o parecían convenientes para nuestros propósitos más inmediatos. Luego, dejaron de ser significativos y entraron a engrosar la larga fila de seres anónimos que vamos desechando con el pasar de los años. Si en realidad nos importaran esos otros, seríamos profundamente agradecidos y mantendríamos un vínculo de fibras irrompibles. Pienso, por ejemplo, en lo fácil que se olvida lo recibido durante años de alguien, su apoyo incondicional, por cierta soberbia que trae consigo la suficiencia en el presente. Nos cuesta retribuir en función de lo recibido; nos falta abnegación para trocar el impulso de nuestros deseos más inmediatos por las urgencias de quienes a bien tuvieron darnos alimento, techo y compañía. Los otros seres, así hayan sido determinantes en lo que hoy somos, han entrado a formar parte de nuestras relaciones de desecho.

Pensándolo bien, esta poca valoración del otro, está muy relacionada con un culto a lo inmediato, al presentismo de las interrelaciones, a la desmemoria afectiva y a una inadvertencia de nuestros semejantes. Cada día nos cuesta más asumir la responsabilidad de los vínculos o nos ocultamos bajo la mampara del encuentro casual, evitando a como dé lugar enfrentarnos –al pasar del tiempo– con los defectos, imperfecciones o aspectos negativos de otra persona. Porque el otro poco nos importa, establecemos contactos eventuales sin inmiscuirnos o compartir a fondo la historia de otro ser humano con sus vicisitudes y peripecias no necesariamente admirables. Queremos que el otro sea un remedo de nuestra forma de proceder, que tenga los mismos ideales o que no vaya a poner en vilo nuestra zona de confort o felicidad. Las redes sociales han ido reforzando este modo de interrelacionarnos, aceptando sólo a los otros que entran dentro de nuestra burbuja controlada, pero que borran y excluyen a aquellos diferentes que no simpatizan con nuestras preferencias o nuestro perfil ideológico. 

Si el otro nos importara, si tal observancia tuviéramos sobre un familiar, un compañero afectivo, un vecino o un colega de trabajo, mantendríamos en el radar de nuestra atención sus carencias más apremiantes, sabríamos ser oportunos para darle un abrazo vivificador, sopesaríamos mejor las decisiones que lo afectan, pensaríamos con mucho tino las palabras que le decimos. Si asumiéramos esa mirada generosa, compasiva, fraterna; si nos importara escuchar al “tú” antes que al vociferante “yo”, descubriríamos que más allá de los diferentes roles sociales que representamos o del tipo de relaciones interpersonales que establecemos, existe una filiación mayor: la de ser personas sometidas a las contingencias, a las adversidades y el sufrimiento; que somos hermanos de una existencia sometida a los avatares del tiempo y a la apremiante necesidad.    

Desde luego, asumir la irradiación de otro ser, ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones, supone hacer cambios en nuestra forma de pensar o comportarnos. El otro nos exige tiempo, nos obliga a hacer cambios de agenda, jerarquizar de otro modo nuestros proyectos, poner a prueba nuestras emociones y el talante de nuestro temperamento. El otro nos confronta, en el sentido etimológico del término; es decir: nos lleva a ponernos cara cara con otro ser humano. El otro nos implica, nos compromete, nos hace ser conscientes de nuestras posibilidades y limitaciones. Entrar de lleno en ese encuentro con el otro pone al descubierto si tenemos voluntad para la solidaridad, el desprendimiento o el urgente auxilio. El otro saca a relucir nuestra capacidad de empatía o nuestro cabal desentendimiento por quien reclama asistencia o gestos de hermandad. La persona que asume la obligación de acoger a otro ser en su espacio vital sabe que debe pasar del uso individual de los pronombres personales al tiempo concordante del nosotros.

Tampoco es disculpa descargar únicamente el cuidado del otro en profesionales del área de la salud, de trabajo social, en docentes o en religiosos que han sentido la “vocación” de servicio. Puede que ellos posean más elementos de juicio y estrategias para atender a los que padecen carencias de diferente índole, pero cada persona tiene la obligación moral de preocuparse responsablemente por sus semejantes. En la familia, en las relaciones de pareja, en el ambiente laboral, en las interrelaciones cotidianas, nos debemos sentir corresponsables de esos otros con los que compartimos proyectos de vida, convivimos regularmente o tenemos algún tipo de vínculo. Desde esta perspectiva, si mantenemos en mente el cuidado del otro, pondremos freno a nuestros caprichos desobligantes, a nuestras pasiones desbocadas, a nuestras terquedades indolentes. Sólo así, vigilantes y compasivos, podremos favorecer la dignidad de la otra persona, mantendremos su confianza, garantizaremos su bienestar interior y sabremos resolver amablemente los posibles problemas que con ella tengamos.

Cómo es de importante en nuestra ética personal mantener el referente moral del cuidado del otro. Ahí está la clave de muchas de nuestras fracturas en las relaciones interpersonales, es el detonante de iniquidades que conducen al resentimiento social y el palo en la rueda que traba el fluir de la coexistencia pacífica en diversos espacios de nuestra sociedad. Porque el otro poco nos importa volvemos habitual el irrespeto, amañamos a nuestro antojo los acuerdos y las normas de convivencia, hacemos que el trato indigno o la mezquindad sean los pregoneros de nuestro individualismo o nuestros particulares intereses. Si actuáramos o tomáramos decisiones teniendo siempre en mente el impacto de ellas en otras personas, si dimensionáramos el modo y la calidad de su efecto, con toda seguridad seríamos más prudentes, más solidarios y, lo más importante, provocaríamos menos dolor en nuestros semejantes.

Leyendo poesía

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«Mujer leyendo a la luz de una vela» del danés Peter Vilhelm Ilsted.

Ricardo: Así que ahora te vas a volver poeta…o poetisa, mi querida Mónica.

Mónica: No, amigo mío. He vuelto a leer poesía porque, por azar, me encontré en internet un texto del Papa Francisco en el que habla de la importancia de la lectura de poesía para el cuidado del espíritu… Entonces, ando en la recuperación de unos libros que antes frecuentaba y que, no sé por qué razón, dejé de leer.

Ricardo: Las obligaciones, las obligaciones…

Mónica: Pero me reprocho el haber abandonado ese rito que tenía antes de dormirme.

Ricardo: ¿Cuál?

Mónica: Al lado de mi mesa siempre había un libro de poesía, como éste que ahora tengo entre mis manos, y dedicaba una media hora a disfrutar poemas que releía más de una vez.

Ricardo: ¿Con la televisión de fondo?

Mónica: No. Con la televisión apagada. Era una especie de diálogo interior, a partir de lo que me comunicaban los versos…

Ricardo: Bien interesante tu rito nocturno. ¿Y por qué no volviste a hacerlo?

Mónica: Para serte sincera, algo de cansancio o de pereza, o me dejé atrapar por los reality show que me ayudan a desestresarme.

Ricardo: ¿Y cómo se llama el libro que estas leyendo?

Mónica: Se titula: Poemas escogidos, de la poetisa cubana Dulce María Loynaz, un libro que me regalaron en mi pasado cumpleaños…

Ricardo: Ay, sí, qué pena… se me pasó llamarte.

Mónica: Lo raro hubiera sido que te acordaras de mi onomástico, pero como dicen por ahí, “los ingratos tienen mala memoria…”

Ricardo: Déjate sorprender, nunca es tarde para recibir un buen regalo…

Mónica: Mejor no me ilusiono…

Ricardo: ¿Y ya has leído algo que te guste de ese libro?

Mónica: Sí, ha sido una especie de descubrimiento, porque te he de confesar que no conocía nada de ella… Y como mi amiga Cristina –que sí tiene buena memoria– sabe que me gusta la poesía, se le ocurrió sorprenderme con este detalle.

Ricardo: La ironía no te luce… A ver, compárteme algo de lo que tengas subrayado.

Mónica: Me ha llegado al alma este poema titulado “Yo te fui desnudando…”

Ricardo: Soy sólo oídos:

Mónica:

“Yo te fui desnudando de ti mismo,

de los “tús” superpuestos que la vida

te había ceñido…

 

Te arranqué la corteza –entera y dura–

que se creía fruta, que tenía

la forma de fruta.

 

Y ante el asombro vago de mis ojos

surgiste con tus ojos aún velados

de tinieblas y asombros…

 

Surgiste de ti mismo, de tu misma

sombra fecunda –intacto y desgarrado

en alma viva…–”

Ricardo: A mí la poesía se me dificulta un poco comprenderla. Porque parece un poema de amor, de un amor fallido.

Mónica: Un amigo literato que tengo, me ha enseñado que para degustar la poesía hay que releerla, despacio, atendiendo la puntuación y la distribución de los versos… Mi amigo dice que, para comprender un poema, primero hay que “habitarlo”. Entonces te la voy a releer…

Ricardo: Pero yo ya entendí…

Mónica: Déjate sorprender, voy a releértelo…

Ricardo: Lo que a uno le toca hacer por sus amigas…

Mónica:

“Yo te fui desnudando de ti mismo,

de los “tús” superpuestos que la vida

te había ceñido…

 

Te arranqué la corteza –entera y dura–

que se creía fruta, que tenía

la forma de fruta.

 

Y ante el asombro vago de mis ojos

surgiste con tus ojos aún velados

de tinieblas y asombros…

 

Surgiste de ti mismo, de tu misma

sombra fecunda –intacto y desgarrado

en alma viva…–”

Ricardo: No entiendo bien lo de los “tús”…

Mónica: Yo comprendo que uno es muchos, y que responde a diferentes llamados, según con quien esté o viva. Para ti soy un “tú”, pero para mi jefe donde trabajo, soy otro “tú”.

Ricardo: Eso lo entiendo, ¿pero para qué denudarlo a uno de esos “tús”? ¿No lo pueden a uno aceptar tal y como es?

Mónica: Mira lo que dice aquí, en la primera estrofa:

“Yo te fui desnudando de ti mismo,

de los “tús” superpuestos que la vida

te había ceñido…”

Ricardo: Ah, esos “tús” que uno tiene son como superpuestos, como máscaras.

Mónica: Y lo “ciñen” a uno; no lo dejan ser en libertad.

Ricardo: O sea que encima de la cara uno tiene muchos “tús” que los demás, la sociedad, le va imponiendo.

Mónica: Eso parece decirnos la poetisa. Y por eso en la primera línea, si te das cuenta, lo que ella quiere es quitarle todos esos “tús”, para que quede como el verdadero yo de esa persona…

Ricardo: ¿Y todo eso lo puede sacar uno de esas tres líneas?

Mónica: Sí, señor. Aunque la haya dejado de lado por una época, la lectura frecuente de poesía lo lleva a uno a darle plasticidad a la mente y a descubrir cosas inadvertidas, a mirar el subsuelo de la realidad, a ver el mundo y las personas de otra manera.

Ricardo: Los únicos poemas que me acuerdo son los que aprendí en el colegio; me acuerdo el hijo de rana, rin rin renacuajo y simón el bobito y uno que recité para el día de la madre, cuando yo estaba bien chiquito, “La abeja”…

Mónica: “Miniatura del bosque soberano…

Ricardo: Y consentida del vergel y el viento

Mónica: Los campos cruza en busca del sustento…

Ricardo: Sin perder nunca el colmenar lejano…

Mónica: Yo también tuve que aprendérmela de memoria. Y en la semana cultural participé declamándola…

Ricardo: Ni que hubiéramos estudiado en el mismo colegio… Antes como que se le daba más importancia a la poesía en los planteles educativos, ahora parece que no tanto…

Mónica: A lo mejor se deba a que los mismos docentes han claudicado en ese empeño formativo de educar la sensibilidad y enseñar a apreciar la filigrana del mundo y de la vida.

Ricardo: Bueno, pero quedamos en que uno carga muchos “tús”, todos ellos superpuestos, como las capas de una cebolla.

Mónica: Sí, sí… Y lo que ella dice en esa primera estrofa es que desea “desnudar” a esa persona de todos los “tús” que lo constriñen.

Ricardo: Y luego, ¿qué pasa?

Mónica: Deja lo leo otra vez en voz alta. Mi amigo, el literato, insiste en que la poesía hay que leerla en voz alta, entonada y degustando cada palabra.

Ricardo: Aclara, entonces, la garganta y saborea esos versos.

Mónica:

Te arranqué la corteza –entera y dura–

que se creía fruta, que tenía

la forma de fruta”.

Ricardo: Ahora sí capté mejor el asunto: como uno tiene muchos “tús” superpuestos, lo que ella dice es que le “arrancó” el primero de ellos, el que se parece a la corteza de los árboles… Y que, a pesar de ser muy “dura”, se la arrancó todita… No entiendo bien lo de la fruta…

Mónica: Me parece que alude a las frutas aparentes que ofrecemos de nosotros mismos, pero que en verdad son cáscaras, que no son frutos tiernos, sino duras cortezas….

Ricardo: Ay, sí, y por eso dice que tenía “forma de fruta”, pero no era fruta…

Mónica: O sea que la desnudez que ella expresa va de afuera hacia adentro…

Ricardo: Ahora que lo pienso, a veces uno se desnuda con alguien, pero la relación es muy superficial, de pura cáscara… Frotación de cortezas…

Mónica: Jaja, ingeniosa manera de entender lo que la poetisa nos dice en el poema.

Ricardo: Pues si a uno le explican, uno entiende mejor la poesía. Y si, además, lo invitan a leer acompañado, el resultado es mucho mejor. Y si a esa compañía uno le tiene confianza, los resultados serán óptimos.

Mónica: Deje la zalamería y sigamos con el poema. Te invito a que leas tú en voz alta la tercera estrofa.

Ricardo: Voy, entonces, con inspirado acento:

Y ante el asombro vago de mis ojos

surgiste con tus ojos aún velados

de tinieblas y asombros…”

Mónica: Mi amigo, el literato, afirma que no se trata de recitar, sino de entonar el poema. Pero se le abona la buena voluntad.

Ricardo: Hay que valorar el esfuerzo del suscrito… Noto que la persona apenas le quitan la corteza y todos esos “tús” superpuestos queda “asombrado”, como si no se conociera. Como si le hubieran revelado un “tú” que desconocía.

Mónica: Y si te fijas, ese asombro se da “aún con los ojos velados de tinieblas y de asombros…” Es un asombro intuido o sentido interiormente…

Ricardo: Se da cuenta de que es otro, sin poder ver bien a ese otro….

Mónica: Es que uno tiene muchos velos, y se necesita de otra persona que nos los quite o, al menos, que nos invite a despojarnos de esos “tús” corteza, de esos tús “ceñidores”, de esos “tús” superpuestos.

Ricardo: Sí, sí, déjame entono la última estrofa para reivindicarme:

Surgiste de ti mismo, de tu misma

sombra fecunda –intacto y desgarrado

en alma viva…–”

Mónica: Ahora sí sentí que le dabas valor y resonancia justa a las palabras…

Ricardo: Recibida la felicitación… Qué bonita esa imagen de que uno, después que lo desnudan, que le quitan la cáscara, surge de una “sombra fecunda”. Algo así como volver a nacer…

Mónica: Totalmente de acuerdo, porque ese asombro proviene de descubrir en uno mismo un tú inédito que estaba sepultado por todos esos otros “tús” superpuestos o de dura corteza. Es como una revelación.

Ricardo: ¿Y lo del desgarro?

Mónica: Comprendo que ese tú inédito, “intacto”, cuando sale a la luz, nos desgarra o por lo menos nos produce algún dolor. Porque hay que padecer cierto sufrimiento para que salga a la superficie la médula de quien en verdad somos….

Ricardo: El alma viva…

Mónica: Sí, para que brote esa “alma viva” se requiere de nosotros aceptar el desgarro que produce sacar nuestra esencia de lo más profundo.

Ricardo: Me llama mucho la atención de lo “intacto” de esa alma.

Mónica: Intacta porque no ha sido descubierta por nadie, o porque ninguno se ha tomado el tiempo necesario para denudarnos más adentro de la piel, para arrancarnos las cortezas que creemos ofrecer como frutas… ¿Cómo te pareció el poema?

Ricardo:  Asombroso: tan sencillo y tan complejo a la vez, tan imaginativo y tan real…

Mónica: Así es, mi estimado Ricardo. De eso se trata este mundo de los versos. Y por eso me lamento de haberlos dejado de lado. Pero este regalo de cumpleaños me ha vuelto a mi ritual nocturno con la poesía…

Ricardo: Como no te puedo acompañar a ese rito solitario, qué tal si me lees otro poema de esos que tienes señalados con ese separador tan hermoso.

Mónica: Un regalo de mi amigo el escritor…

Ricardo: Ya me están dando celos… ¿Lo conozco?

Mónica: No, hace parte de la reserva del sumario.

Ricardo: Bueno, al menos déjame llevarme en la memoria algunos versos de la autora cubana que acabas de descubrir. ¿Cómo es que se llama?

Mónica: Dulce María Loynaz.

Ricardo: ¿Ya falleció?

Mónica: Sí, en 1997.

Ricardo: Léeme uno para llenar mi espíritu con las sutiles y penetrantes palabras de la poesía.

Mónica: Te voy a compartir este otro, que parece una respuesta del que acabamos de leer. Se titula “Vuelvo a nacer en ti”.

Vuelvo a nacer en ti:

Pequeña y blanca soy… La otra

–la oscura– que era yo, se quedó atrás

como cáscara rota,

como cuerpo sin alma,

como ropa

sin cuero que se cae…

 

¡Vuelvo a nacer!… –Milagro de la aurora

repetida y distinta siempre…–

Soy la recién nacida de esta hora

pura. Y como los niños buenos,

no sé de dónde vine.

Silenciosa

he mirado la luz –tu luz…–

¡Mi luz!

Y lloré de alegría ante una rosa”.