Celebrar una vez más la Navidad, la misma que, junto al pesebre, los villancicos y el árbol decembrino, conforman un tiempo de bondades, de perdones y de caridades, como bien lo escribiera Charles Dickens, en su legendario relato “Cuento de Navidad”. La Navidad es el culmen de una anunciación: el mensaje por fin llega. Navidad es el tiempo en el que podemos ver de cerca lo esperado, lo anhelado, aquello que nos fue prometido. Navidad es un tiempo en el que otro ser se nos da como regalo, se nos brinda, se nos ofrece. Y Jesús de Nazaret, el anunciado, no es sino la alegoría de quien desea ofrecerse como dádiva. Navidad: culmen de la promesa, época en que el mensaje y el mensajero se confunden.
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Navidad: tiempo en el que se juntan el ritmo del corazón y el latido del canto. A todos se quiere alabar en diciembre: al niño callejero, al otro que no tiene techo, al que no tiene camisón; y también se quiere alabar al preso, al torturado, al enfermo, a los hombres y mujeres que sufren. Todos los hombres se tornan hermanos desde el canto. La canción iguala. Si hay una consigna navideña, si hay una propuesta, una aspiración es aquella de “quiero cantarte mi amigo, quiero hacerte hermano desde la sangre de una canción”. Navidad: música que reúne al afortunado con el nacido en el desamparo; ritmo que aglutina lo más humano con lo más divino. Dios se hace hombre y el hombre se hace más humano. Navidad: encarnación y alabanza.
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Pastores, niños, hijos. Navidad: momento epifánico, época de nacimientos. El capullo se hace flor y empieza a despuntar. Y si es un tiempo dedicado a la niñez, la Navidad, por lo mismo, es un canto a la vida. La vida que renace, que persiste, la vida que triunfa sobre la muerte. La Navidad podría sintetizarse en la figura simbólica del gallo, del que anuncia con su canto el renacer de la mañana. El canto del gallo triunfa sobre la noche, hace despertar a los dormidos. El gallo, emblema de la vigilancia y la actividad; emblema de Cristo: luz y resurrección. Navidad, misa de gallo, así hemos continuado llamando a esta vieja tradición que desde el siglo V se celebraba en Roma. Navidad, canto del gallo: salida del sol, triunfo de la vida. Navidad: la noche del dolor se acuesta, el sol de la alegría se levanta.
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Y esta época de Navidad nos hace volver los ojos, desde luego, sobre los otros; nos torna más atentos a la presencia de cada vecino, de cada compañero de trabajo. El tiempo de Navidad es una invitación a ampliar nuestro círculo de conocidos, a extender nuestra familia. Los demás dejan de ser esa gran mole que observamos a distancia, con miedo o sospecha, con indiferencia a contaminarnos de sus problemas; dejan de pertenecer a una gran masa anónima, y se convierten en personas con rostro propio. El desconocido se torna amigo. Prójimo, otredad, rostros. Navidad: un abrazo, dos manos que se estrechan, un beso, un encuentro de almas. Navidad: no un yo, ni un él, sino un nosotros.
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La Navidad nos señala, como si fuera otra estrella, un rumbo, un camino: tenemos que ir tras la familia, la gran familia. Los portales claman desde un fuego tutelar. Allá, en la distancia, el abuelo ansioso –esa otra figura tan especial en estas fechas– espera a sus nietos. En Navidad, todos nos volvemos como Reyes magos, nos tornamos en visitantes y cada uno lleva un regalo, un presente. Aunque la verdadera magia reside en la visita. Diciembre, mes de romería en busca de los más amados. Navidad: invitación al viaje, esa otra forma de aventura. Del campo a la ciudad, de la ciudad al campo; del oriente al occidente; del norte al sur. Navidad: trastoque de nuestra rutinaria geografía: ansiedad de la sorpresa. Renovación del tiempo.
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Las fiestas de Navidad no pueden separarse de la fiesta de Año viejo. Sabemos que a la par del nacimiento va su contrario. El fruto que brota desaloja su cáscara. Y este ciclo de la vida nos coloca en la pregunta por tantas cosas que acaecen en nuestro mundo. Por la estación intimidante en que vivimos, por las guerras ininterrumpidas, por la atmósfera malsana de la indiferencia social. Toda esa muerte que nos circunda contrasta aún más en Navidad porque, casi siempre, la felicidad y la paz que pregonamos se ven asaltadas u obstruidas por los infinitos Herodes de nuestro tiempo. Y dónde dejar la injusticia rampante, dónde la pobreza extrema que ya no basta con denunciarla. ¿Dónde?, ¿cómo? Quizá cada uno de estos interrogantes nos lanza a emprender alguna acción reparadora, a activar nuestro espíritu para no desesperanzarnos pasivamente, sino a asumir una cuota de compromiso. A implicarnos más con el mundo en que vivimos, para entregarnos aquí y ahora por alguien o por algo. Navidad: exigencia profunda para todos los que aspiramos una verdadera paz. No la paz ilusoria, sino aquella otra, la más necesaria, la de la humana convivencia. La paz que, como otro pan, debemos conquistar cada día, un trabajo cívico de todos los ciudadanos. De hombres y mujeres que construyen con ahínco el tejido diverso de lograr vivir juntos.
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Navidad, época de alumbrados, de velas encendidas y abundante luz. Cada hogar o ciudad exhibe sus luces, los hace titilar en sus ventanas o en los parques. La luz navideña es símbolo de esperanza, de felicidad, de renovación de la vida. Las oscuridades que nos rondan, las tinieblas agobiantes desaparecen ante el brillo multicolor y el resplandor de las luminarias. Navidad es el tiempo para encender las ilusiones apagadas, para renovar el fuego de la fraternidad, para avivar los vínculos humanos. Y, por supuesto, es una época adecuada para permitirnos acoger el resplandor íntimo de la espiritualidad, ese fulgor que tanta falta nos hace en estos tiempos de insensibilidad y codicioso materialismo. Navidad: invitación festiva a dejar que brille con intensidad la luz de nuestros corazones.




